El Festival del Diablo es una de tantas iniciativas de un evento en que convergen varios artistas de talla mundial además de local, pero para su ventaja y distinción contó con una gestión y logística pensadas minuciosamente desde sus cimientos, sólidos por cierto, y dejando pocas cosas al azar (sin contar con infortunios de nuestra idiosincrasia en que ahondaré como conclusión) en aspectos como permitir que las bandas locales gocen de espacios y tiempos en escena indistintos de aquel otorgado a las cabezas de cartel (por una idea peculiar que flota etérea en nuestro imaginario y que afirma que lo extranjero es mejor, sumado al hecho indignante de que los teloneros son vistos como un requerimiento obligatorio por cumplir, lo que genera una situación tensa para los actos locales al hacer de ellos el mal paso que hay que acelerar); la presencia y apoyo a una fundación como Hard Fight, lo que me asaltó como una decisión de inclusión sin precedentes, que extrapolada a la subcultura metalera se convierte en ejemplo para desdibujar límites y posibilitar la convivencia y, hablando como artista gráfico, el trabajo en la imagen del evento y toda la parafernalia temática tan acertada, pero en mi opinión, sobresale con respecto a otros eventos en los que se ve una fuerte limitación de géneros en tarima: El Festival del Diablo, aún bajo la madre patria musical llamada Metal, abarcó un espectro de géneros extremos que evidencian a la Música sin delimitaciones como aquello que realmente importa.
Volviendo al día del show, al cual ingresé mediadas las 5:30 PM, recuerdo el teatro llenándose con la invitación del preámbulo musical que más me haya emocionado en un concierto; el álbum Lateralus de Tool en su totalidad auguraba una muy buena noche a medida que la multitud crecía paulatinamente. Llegada la hora el primer acto, de puesta en escena energética y estrafalaria, confirmó lo que prometía ser un evento en el que la única mejora no era la venta de cerveza in situ en comparación con otros eventos: Narcopsychotic demostró que la música no sólo debe ser seria, y que el buen humor puede hacer de una banda contundente algo digno de escuchar. De puesta en escena enérgica y un vocalista histriónico, los Narcopsychotic pusieron el groove, prometiendo un show evolutivo en que el sonido, aunque levemente distorsionado en el Purgatorio (dícese el segundo piso del lugar, aunque no de forma determinante), sólo podía ser el resultado de una organización detallista.
Los próximos en tarima serían la agrupación bogotana Random Revenge, con un sonido reminiscente del más reciente Destruction y con un formato numeroso en escena, dos guitarras en correspondencia, una aguda y recia voz y una base rítmica con nada que envidiar a los grandes del Thrash: una propuesta clásica en la contemporaneidad con, lo que a los fueros de su servidor, connotaba influencias de grandes como Exodus y Overkill en una entrega pulcra de Thrash Metal. Hablando de clásicos, los Reencarnación, por parte nacional, toman el relevo para dar una muestra del Black/Thrash Metal pionero en el país en la década de los 80. Fue inevitable que la sensación de timidez de Piolín durante el show hiciera que el show de Reencarnación pareciera un interludio algo soso en medio de un cartel aplastante, lo que puede haber transmitido la misma sensación musicalmente por lo que consideré una música simple, a mi parecer la menos favorecida del evento.
El zénit del festival sería Día De Los Muertos, punto medio del evento y transitorio en cuanto a las nacionalidades presentes en el cartel: Un proyecto de músicos nacionales y extranjeros que vio la luz en Estados Unidos y ganaron en mí un adepto más en el Festival del Diablo, el cual ellos mismos organizaron y hasta el cual me eran desconocidos musical, pero no nominalmente. La potencia y fiereza con que Rosa Arias se apropiara del público y del evento fue puesta a prueba y superada en el que sería el único evento desafortunado de la noche, aunque a tal tema volveremos en detalle. Espero no se tome a mal resaltar el trabajo de la vocalista como signo de superioridad por encima del resto de la banda, ya que no es así y cada miembro es digno de agradecimiento y felicitación: En conjunto, DDLM fue uno de los puntos cumbres en la noche del seis de Diciembre. En seguida el espacio sería apropiado por un dueto mitad colombiano establecido también en Estados Unidos, más específicamente en Seattle: Inquisition dio pruebas en escena de que una banda con una alineación que parecería incompleta en otras esferas musicales suena firme.
Aunque he de admitir que el Black Metal no es mi fuerte, e Inquisition no causó un gran efecto en mí, lo hizo en buena parte del público, adeptos suyos, quienes gritaban sus letras con torsos desnudos y gesticulación digna de un videoclip de Immortal, restando importancia a la ausencia de los contrastados corpse Paint de este lado del foso de prensa. El final del festival tuvo un giro que a más de uno, y me incluyo, resultó sorpresivo: La expectativa y la trayectoria de las bandas cabeza de cartel sugería a Brujería en primer lugar y a Carcass cerrando el evento, pero fue esta última quien tomara el lugar del acento grave en el running order con un setlist predominado por canciones adeudadas desde el Manizales Grita Rock, que tuvo lugar después del lanzamiento de su último álbum Surgical Steel y en el que el repertorio fue un regreso al glorioso Carcass pre-reunión sin tocar su último trabajo discográfico.
En tarima, la banda ejecutó lo que Jeff Walker defendiera en la rueda de prensa: Carcass se subió al escenario e hizo música; Carcass dio aquello que tan bien sabe hacer, un pulcro y pesado Death Metal centrado en su última producción, estableciendo así el ánimo para el cierre predominado por las guarradas de Juan Brujo y el peso inconfundible de Nick Barker en la batería: Brujería cerró el Festival del Diablo y fue el mejor final que se hubiera podido desear.
Tras dos semanas de distancia y algo de perspectiva, he llegado a la conclusión de que el público de los conciertos de metal (cuando se salen con la suya y entran gratis y por la fuerza a un evento como ocurriera en precedentes en los que Sodom y Venom son referentes obligados) consta de una fracción indeseable, que es capaz de robar sin reparo alguno a la banda en escena frente a sus propias narices –y aquí hablo en referencia directa a DDLM, teniendo en cuenta que dicha banda resulta ser además la organizadora de una iniciativa innovadora en el metal colombiano: Colados durante su espectáculo, los ladrones (porque, hay que ser francos, no son nada distinto al atracador que te raponea la bicicleta o te apuñala por un celular) tenían el descaro de preguntar qué banda estaba en escena, quizá impedidos para leer dicho nombre en las pantallas laterales por la euforia de haber entrado “al gratín”. Es así que han sabido causar la situación más incómoda que su servidor haya experimentado en un concierto en que el gas pimienta fue el protagonista en un obligado interludio asido, apropiado y confrontado por una de las Frontwoman con lo que se creería una abundancia de cojones, pero que realmente muestra la falta de estos y el control de la situación que incluso alguien “con tales cojones” no hubiera sido capaz de asumir: Rosa Arias, a ti una ovación especial y un honesto agradecimiento.
Texto: Juan Camilo Pulido
Fotografias: Wilson Ramírez